La realidad umbría
Platón se equivocó o nos engañó. La realidad que conocieron aquellos hombres que dejaron la caverna después de tantos años encerrados en ella, contemplando sombras deformes y escuchando sonidos imprecisos, era la mismísima realidad. Dijo que al ser liberados vieron la verdad (vieron la luz) y comprendieron lo equivocados que habían estado creyendo que el mundo que les rodeaba era así en toda su dimensión.
Realmente es que era así. Lo sé porque yo salí de aquella gruta.
Inmediatamente después de la liberación, uno de mis compañeros de cautiverio cayó fulminado por la potente luz cegadora que había en el exterior. Una luz que resultó ser tan falsa como la vida que se nos vendía, el paraíso artificial. El periodo de adaptación fue tan doloroso para los demás como Platón cuenta escuetamente en su séptimo libro de La República, ésa es la única verdad en toda esta historia.
Así que la vida resultó ser tal como habíamos contemplado en las paredes de la cueva, un mundo de sombras deformado y erróneo. Durante todo momento formamos parte de un experimento que la oligarquía de nuestro país consideró vital para crear una ilusión, una nueva vida, completamente diferente a la verdadera. El pulso con los dioses rayó en lo absurdo, teníamos que legar una vida imaginaria a imagen de lo soñado y el sueño se convirtió en una pesadilla.
Por eso los liberados somos molestos, porque podemos contar la verdad.
Durante el primer año fuimos héroes para el pueblo. Se contó que la luz había hecho posible la nueva vida, la verdadera vida. Nosotros éramos el ejemplo de ello. Durante nuestra existencia todos crecimos cegados a un poder con una fuerza espiritual arrolladora y ahora, repentinamente, nos convertíamos y abrazábamos la belleza del egoísmo, desechando lo grotesco y lo extraordinario.
Sin embargo, mi nueva situación me era completamente desagradable, sin más memoria que la desarrollada en el interior de las tinieblas durante toda mi vida, no podía evitar interpretar lo que veía ahora como un engaño permanente que me desorientaba. Pronto noté que la admiración que recibí al principio se invertía a la misma velocidad de la que me apartaba del mundo que había ayudado indirectamente –y no por ello soy menos culpable- a edificar.
Cansado, extraño y decepcionado me abandoné al mundo de las sombras.
Busqué mi realidad umbría, maldita y repudiada. Empecé con mi propio ser, conseguí deformar mi cuerpo aún más que las imágenes que retenía en mis recuerdos de la cueva, que seguían siendo mucho más reales que lo que me rodeaba.
No esperé a planificar nada, la intención de intervenir mi cuerpo, al que no sentía como propio, fue lo suficientemente poderosa que me entregué a ello con una febril ansiedad. Así, agregué a mi cuello una masa carnosa de res que adherí a mi piel como si de la misma se tratara con grasas y vísceras; con el tiempo, su fermentación ayudó a corromper cuello, barbilla y parte de la espalda. Llegué a sentirme cómodo a pesar de las asquerosas pústulas. En una de las piernas me hundí dos varillas metálicas que se ondulaban hacia arriba por la parte que quedaba fuera y terminaron oxidándose, lo que fue verdaderamente molesto en la zona en la que pinché la piel, aunque no más doloroso que andar con ellas, lo que me obligaba a arrastrar la pierna con notoria estridencia. Uno de los brazos lo cosí al torso, los huecos entre las costillas terminaron por absorber la masa muscular del mismo, hasta dibujar un perfil absolutamente deforme. Por último, utilicé elementos endurecidos por la fragua que acabaron por convertirme en un estrepitoso amasijo de formas, pelos y movimientos.
Nunca desfallecí, al contrario, me encontraba bastante satisfecho, especialmente, desde que acompañé a aquel cuerpo de una voz apropiada, un timbre a veces agudo hasta el desvanecimiento otras obtuso como el cantar de los asnos, lo que me costó tiempo y esfuerzo, quitándome los dientes frontales para afear mi dicción o comiendo cantidades ingentes de la maleza que afloraba en el patio interior de mi casa para estropear así los sonidos aterciopelados producidos por el aire expelido de mis pulmones.
Me sentía otro dios, dueño de mi trasformación y, por tanto, de mi camino.
Mi espacio sufrió el mismo cambio. Teñí de carbón seco y polvo de óxido todos los paramentos, verticales u horizontales, el ambiente se oscureció pesadamente al evitar cualquier resquicio de luz, salvo desde un preciso punto para crear una pantalla en la que contemplar la realidad que ahora escenificaba con fe, y vacié completamente su contenido.
Durante meses, siete u ocho, me limité a esperar, no me sentía listo para valorar súbitamente tanto esfuerzo. Al principio se mezclaban nuevos y viejos recuerdos, pero pronto la oscuridad fue invadiendo cada rincón de mi ser, cada grieta de mi piel. Tanta quietud me paralizó casi al completo, de modo que los pocos movimientos eran una mezcla de espasmos y convulsiones. Como los sonidos desde el exterior no enmudecieron, empecé a emitir un repertorio variado de sonidos, inventé muchos, un nuevo lenguaje tan puro como la mierda, para un mundo que no me lo agradecería, tanta estridencia se impuso en la escenificación creando una exquisita armonía de confusión.
Primero me reafirmé en el nuevo hombre que era, conseguí alimentarme de la nada, cuando superé las primeras diarreas equilibré cuerpo y espíritu. Transcurridos estos meses de iniciación, decidí culminar mi obra.
Con temor a haberme equivocado dispuse de partes de mi cuerpo al principio, sin mostrarme por completo, interponiéndome ante el pequeño haz de luz. Las sombras que proyectaba eran sutiles abstracciones. Disfrutaba imaginándome un origen que, aunque yo había creado, no conocía visualmente salvo por algunas parcelas del mismo. Poco a poco fui aumentando la presencia hasta encontrarme entero. Vagamente, creía ver desde pensamientos obscenos, nubes de humo, olas de mar o hasta huellas de carromatos que se perdían en un infinito figurado. Sombras que vibraban al menor movimiento, oscuras hasta la negritud o traslúcidas como las gotas de lluvia cayendo desde el cielo, exquisitas combinaciones que tardé varios años en observar y recrearme en ellas. Todo en mí me resultaba fascinante.
Yo ya no pertenecía al cuerpo con el que nací, que después vivió en la oscuridad, salió a la puta luz y volvió a las tinieblas para quedarse. Ahora pertenecía a la vida. Así que no me hables de realidad.
Las sombras vivimos eternamente. En este limbo de pulcritud he contemplado grandes y elegantísimas sombras, en todo momento las brumas vacilantes reconfortaron mi experimentación y me brindaron formas confusas y desconocidas, elevando la realidad hasta lo sublime.
Un día mi pensamiento lo contó por su pluma un escritor americano llamado Auster: Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo.
Platón se equivocó o nos engañó. La realidad que conocieron aquellos hombres que dejaron la caverna después de tantos años encerrados en ella, contemplando sombras deformes y escuchando sonidos imprecisos, era la mismísima realidad. Dijo que al ser liberados vieron la verdad (vieron la luz) y comprendieron lo equivocados que habían estado creyendo que el mundo que les rodeaba era así en toda su dimensión.
Realmente es que era así. Lo sé porque yo salí de aquella gruta.
Inmediatamente después de la liberación, uno de mis compañeros de cautiverio cayó fulminado por la potente luz cegadora que había en el exterior. Una luz que resultó ser tan falsa como la vida que se nos vendía, el paraíso artificial. El periodo de adaptación fue tan doloroso para los demás como Platón cuenta escuetamente en su séptimo libro de La República, ésa es la única verdad en toda esta historia.
Así que la vida resultó ser tal como habíamos contemplado en las paredes de la cueva, un mundo de sombras deformado y erróneo. Durante todo momento formamos parte de un experimento que la oligarquía de nuestro país consideró vital para crear una ilusión, una nueva vida, completamente diferente a la verdadera. El pulso con los dioses rayó en lo absurdo, teníamos que legar una vida imaginaria a imagen de lo soñado y el sueño se convirtió en una pesadilla.
Por eso los liberados somos molestos, porque podemos contar la verdad.
Durante el primer año fuimos héroes para el pueblo. Se contó que la luz había hecho posible la nueva vida, la verdadera vida. Nosotros éramos el ejemplo de ello. Durante nuestra existencia todos crecimos cegados a un poder con una fuerza espiritual arrolladora y ahora, repentinamente, nos convertíamos y abrazábamos la belleza del egoísmo, desechando lo grotesco y lo extraordinario.
Sin embargo, mi nueva situación me era completamente desagradable, sin más memoria que la desarrollada en el interior de las tinieblas durante toda mi vida, no podía evitar interpretar lo que veía ahora como un engaño permanente que me desorientaba. Pronto noté que la admiración que recibí al principio se invertía a la misma velocidad de la que me apartaba del mundo que había ayudado indirectamente –y no por ello soy menos culpable- a edificar.
Cansado, extraño y decepcionado me abandoné al mundo de las sombras.
Busqué mi realidad umbría, maldita y repudiada. Empecé con mi propio ser, conseguí deformar mi cuerpo aún más que las imágenes que retenía en mis recuerdos de la cueva, que seguían siendo mucho más reales que lo que me rodeaba.
No esperé a planificar nada, la intención de intervenir mi cuerpo, al que no sentía como propio, fue lo suficientemente poderosa que me entregué a ello con una febril ansiedad. Así, agregué a mi cuello una masa carnosa de res que adherí a mi piel como si de la misma se tratara con grasas y vísceras; con el tiempo, su fermentación ayudó a corromper cuello, barbilla y parte de la espalda. Llegué a sentirme cómodo a pesar de las asquerosas pústulas. En una de las piernas me hundí dos varillas metálicas que se ondulaban hacia arriba por la parte que quedaba fuera y terminaron oxidándose, lo que fue verdaderamente molesto en la zona en la que pinché la piel, aunque no más doloroso que andar con ellas, lo que me obligaba a arrastrar la pierna con notoria estridencia. Uno de los brazos lo cosí al torso, los huecos entre las costillas terminaron por absorber la masa muscular del mismo, hasta dibujar un perfil absolutamente deforme. Por último, utilicé elementos endurecidos por la fragua que acabaron por convertirme en un estrepitoso amasijo de formas, pelos y movimientos.
Nunca desfallecí, al contrario, me encontraba bastante satisfecho, especialmente, desde que acompañé a aquel cuerpo de una voz apropiada, un timbre a veces agudo hasta el desvanecimiento otras obtuso como el cantar de los asnos, lo que me costó tiempo y esfuerzo, quitándome los dientes frontales para afear mi dicción o comiendo cantidades ingentes de la maleza que afloraba en el patio interior de mi casa para estropear así los sonidos aterciopelados producidos por el aire expelido de mis pulmones.
Me sentía otro dios, dueño de mi trasformación y, por tanto, de mi camino.
Mi espacio sufrió el mismo cambio. Teñí de carbón seco y polvo de óxido todos los paramentos, verticales u horizontales, el ambiente se oscureció pesadamente al evitar cualquier resquicio de luz, salvo desde un preciso punto para crear una pantalla en la que contemplar la realidad que ahora escenificaba con fe, y vacié completamente su contenido.
Durante meses, siete u ocho, me limité a esperar, no me sentía listo para valorar súbitamente tanto esfuerzo. Al principio se mezclaban nuevos y viejos recuerdos, pero pronto la oscuridad fue invadiendo cada rincón de mi ser, cada grieta de mi piel. Tanta quietud me paralizó casi al completo, de modo que los pocos movimientos eran una mezcla de espasmos y convulsiones. Como los sonidos desde el exterior no enmudecieron, empecé a emitir un repertorio variado de sonidos, inventé muchos, un nuevo lenguaje tan puro como la mierda, para un mundo que no me lo agradecería, tanta estridencia se impuso en la escenificación creando una exquisita armonía de confusión.
Primero me reafirmé en el nuevo hombre que era, conseguí alimentarme de la nada, cuando superé las primeras diarreas equilibré cuerpo y espíritu. Transcurridos estos meses de iniciación, decidí culminar mi obra.
Con temor a haberme equivocado dispuse de partes de mi cuerpo al principio, sin mostrarme por completo, interponiéndome ante el pequeño haz de luz. Las sombras que proyectaba eran sutiles abstracciones. Disfrutaba imaginándome un origen que, aunque yo había creado, no conocía visualmente salvo por algunas parcelas del mismo. Poco a poco fui aumentando la presencia hasta encontrarme entero. Vagamente, creía ver desde pensamientos obscenos, nubes de humo, olas de mar o hasta huellas de carromatos que se perdían en un infinito figurado. Sombras que vibraban al menor movimiento, oscuras hasta la negritud o traslúcidas como las gotas de lluvia cayendo desde el cielo, exquisitas combinaciones que tardé varios años en observar y recrearme en ellas. Todo en mí me resultaba fascinante.
Yo ya no pertenecía al cuerpo con el que nací, que después vivió en la oscuridad, salió a la puta luz y volvió a las tinieblas para quedarse. Ahora pertenecía a la vida. Así que no me hables de realidad.
Las sombras vivimos eternamente. En este limbo de pulcritud he contemplado grandes y elegantísimas sombras, en todo momento las brumas vacilantes reconfortaron mi experimentación y me brindaron formas confusas y desconocidas, elevando la realidad hasta lo sublime.
Un día mi pensamiento lo contó por su pluma un escritor americano llamado Auster: Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo.
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