TEXTO DE PACO PÉREZ VALENCIA, A Luis Gordillo


Verde Sanitario (o la metafísica del doble)


Cuando sonó el teléfono dormía desde hacía unas horas. El tiempo de saltar a la primera llamada para atenderlo había pasado hacía bastantes meses, quizás, desde mi último caso.

A la quinta o sexta llamada descolgué. Al otro lado preguntó una fina voz de mujer, a la que no me costó imaginar desesperada, si era P.

-Así es señora. ¿Qué quiere? Pregunté deseando abreviar y continuar con mi estado de levitación.
-Me llamo Tagamet, sra. Tagamet. Necesito que venga a verme cuanto antes.

Aquel apellido me resultaba muy familiar. No hace mucho había leído algo en alguna parte, pero ya me importaban las cosas ajenas muy poco, ni tan siquiera las mías.

Por qué acepté ir no lo sé ni yo, estas cosas pasan, asustado y sin ganas de saber del mundo, un día cojo un traje, la camisa que más me gusta y salgo a la calle. Acordamos un encuentro en su domicilio, a las afueras de la ciudad. Me costó llegar. Ella me esperaba fuera de la casa, una edificación limpia de formas, muy racionalista. Desde cierta distancia la imaginé atractiva, al acercarme ví sus ojos tropicales de fondo marino, del mismo color de su pelo. Me invitó a pasar después de presentarse.

El interior albergaba un ambiente confortable, lleno de libros y de estanterías con los objetos más variados. Mientras ella entró en la cocina para preparar un café dediqué mi tiempo a analizar cuanto había en aquellas repisas. Con un minucioso orden jerárquico, se apilaban pequeñas cajitas de colores como las que usan las niñas de cuatro o cinco años para guardar sus tesoros, las de color rosa fuerte separaban disciplinariamente a las de verde limón y las naranja-turquesa, junto a éstas, peines y cepillos con formas extraordinariamente ergonómicas, horteras portarretratos que, en aquel momento, me parecieron interesantes, una vaquita lechosa, descolorida, con muchos años encima, decenas de cosas sin uso definido, feas hasta hacer cierta gracia.

La sra. Tagamet entró con una bandeja con dos tazas de café y algunas galletas de mantequilla.

-Mi marido colecciona cosas. Las recupera de su limitada función y las magnifica por su condenado fetichismo. Ahora me gustan también a mí.

Mientras tomábamos el café me enseñó una foto de su marido, entrenando en un ring. Veía a un boxeador maduro que aún conservaba una extraordinaria percha. Admiré su mentón y quise imaginarme cuantos golpes podría haber recibido durante toda su vida. Su rostro me era muy cercano, quizá por el parecido con mi abuelo paterno, que era enorme, no sólo por el poco pelo cano, también por su seriedad, incluso por la misma anchura del pecho, igual de velludo. Pero esa familiaridad se debía a algo más.

-Esta foto se la hicieron hace algo más de dos meses, es un precioso reportaje que le hizo su galería vestido de boxeador, en un gimnasio de Chamberí, durante la promoción de su última exposición en la ciudad. Mi marido es pintor, un artista importante y un buen compañero. Ha desaparecido. El motivo por el que le he pedido que venga es porque quiero que le encuentre, él...

No pudo acabar lo que iba a decirme, se echó a llorar tratando de disimularlo. Estas palabras iluminaron mis recuerdos, instantáneamente me acordé de los titulares hace unos dos meses, en los que un artista muy relevante había desaparecido sin dejar el menor rastro el día de la inauguración de su exposición individual. Verlo en la fotografía, en el ring, sin sus características gafas me despistó un poco.

Mi relativo interés por aquella noticia se debió no tanto por mi labor profesional como detective privado, de la que me sentía en esos momentos muy despreocupado, sino por mi relación, tan antigua como extraña, con el arte moderno; sin saber porqué me seducían ciertas obras incomprensibles desde hacía unos años, que seguía en algunas galerías de arte o espacios institucionales (la oferta en esta ciudad, sin ser nada del otro mundo, me permitía algún que otro encuentro fortuito e interesante), eran obras que necesitaba para sentirme vivo, para no oler a rancio.

Había visto sus piezas muchas veces, conocía la evolución de un trabajo elitistamente personal, indescifrable, lo que significaba un juego intelectual para mí, un reto imposible para muchos, un diálogo en el que me veía capaz en la intimidad. Individualmente sus cuadros me parecían pesados y carentes de pasión, sin embargo un recorrido por su conjunto me ofrecía un discurso completamente diferente, por el contrario, podía enlazar cada pieza como si de un gigantesco puzzle se tratara, en el que cada una de ellas servía de comodín, pudiéndose intercalar entre otras, permitiendo tantas lecturas como combinaciones. Me creía en la extraña potestad de ser el único poseedor de la llave para su disfrute.

La sra. Tagamet, expresó su desesperanza, dos meses de búsqueda no habían dejado una sola pista. La policía estaba aturdida, ninguna señal, ninguna llamada pidiendo un rescate, ningún indicio de ausencia voluntaria. Todo estaba como el primer día de su falta, el cuadro en el que trabajaba y que decidió no llevar a la exposición, los tarros de acrílicos abiertos y las gafas sobre la mesa. Un conocido le habló de mí, de cómo se solucionó el caso de el primer hombre, el último en el que trabajé y por ello me llamó.

Hasta aquel caso no tenía mala reputación en el oficio. Verdaderamente fue mi momento de mayor gloria. El País dedicó páginas durante días a las peticiones públicas de un hijo enloquecido por la ausencia de su padre, todo el mundo estaba conmovido. Me involucré dedicándome a ello exclusivamente y lo resolví. Una periodista dedicó una columna sólo para alabar la línea de investigación que llevé, ajeno a todas las demás. En aquel caso tuve que encontrar al padre de un entusiasta y popular escritor; lo hallé donde nadie había buscado, impregnado en cada una de las páginas de un libro autobiográfico del afamado hijo. Escribir sobre él mismo hizo resucitar a un padre que murió cuando contaba uno o dos años de edad. Su vida era la de un padre que ansió siempre.

Pero fue allí cuando perdí mi gentileza y mi ilusión. Hasta entonces me ganaba bien la vida, con casos de cuernos o de impagos, trabajos nada heroicos, pero rentables. Sin embargo, en aquella búsqueda también hallé algo para lo que no estaba preparado, descubrí que yo también había vivido una vida que no me correspondía, que aquella biografía era la mía, la de un padre que perdí también joven dejándome un vacío que no sentí hasta, realmente, esta investigación que casi me cuesta el juicio, encontrarlo supuso un extraño y permanente trauma para mí. Desde entonces me encerré en mi mismo, abandoné todo vestigio que me acompañase en la anterior vida. Me convertí en la sombra de un cuerpo, en algo que no conocía, ni me importaba.

Miré a la sra. Tagamet y le pedí que no se preocupara, aceptaría a trabajar para ella. Recavé los datos que consideré oportunos en ese momento. Le pedí una fotografía en la estaba a punto de lanzar un gancho de izquierda, con las piernas bien asentadas en el cuadrilátero, mirando al objetivo con violenta parsimonia, como si la instantánea fuera un montaje.

Ella aceptó mis honorarios. Le dije que en una semana volvería a visitarla y a informarle de mis pesquisas.

En el coche, de vuelta, me rondaba por la cabeza un asunto, aceptar este caso era un absurdo, así que su solución sólo podía venir desde la incongruencia de lo absurdo. Tagamet era un erudito, serio de trato, pero excelente conversador, preguntar entre otros artistas con los que mantuviera algún roce me daría una dimensión bastante detallada de su perfil creativo y humano. Verdaderamente quería averiguar cómo era la persona, no tanto el artista, si es que alguna vez estas dos facetas estaban desligadas. Me dirigí esa misma tarde a la galería de arte en la que trabajaba como pintor abanderado.

La galería era uno de los mejores espacios de la ciudad, su propietaria, una marchante búlgara, no pisaba casi nunca esta ciudad, prefería dirigirla desde la otra sala, en Nueva York, salvo cuando Tagamet exponía. Antes de dirigirme a la chica sentada junto al mostrador, recorrí el espacio, viendo la muestra que entonces se exhibía, una sucesión de grandes lienzos llenos de telas encoladas y pintadas, con tratamientos tan aparentemente embrutecidos que resultaban grotescamente artificiales, por supuesto, muy malos. Pregunté a la chica si estaba la directora, quería preguntarle por Tagamet y pensé que podría tener suerte encontrándomela allí. No, no estaba; me dijo que desde la desaparición de Tagamet estuvo un tiempo participando en las investigaciones, cansada, como la policía, regresó a los Estados Unidos una vez clausurada la exposición. No obstante, la eficiente señorita me dio una espléndida lista de artistas con una cercana relación a Tagamet.

Uno a uno los fui visitando. Una cosa saqué en claro, la creación artística es uno de los oficios menos corporativistas del mundo. Tras la instantánea condolencia de su ausencia, no hubo ninguno que valorase con sinceridad no sólo el trabajo de Tagamet, sino el de todos los demás artistas. Jamás vi destrozar sentimientos a tal velocidad, cada artista a su modo, desventraba cualquier indicio de calidad o coherencia en la obra de otro compañero (-¿compañero?-). Si hubiera sido un crimen y el cuerpo obrase en el depósito de cadáveres, cualquiera de los que entrevisté podría haber tenido evidentes motivos, siempre ínfimos y egoístas, para ser sospechosos.

Aún sabiendo de la dificultad del caso, sin avance desde hacía más de dos meses, pensé, soberbio de mí, que mis indagaciones me darían algún cabo con el que atar alguna conclusión. Solamente tenía una: no tenía nada. Lo que más me jorobaba era acudir a la cita con la sra. Tagamet, sin algo que mostrar, un leve argumento, una hipótesis aunque fuera desdibujada, algo. Pero nada.

Aquel día, una semana después de encargarme la búsqueda, tras exponerle el sentido de mis pesquisas, le pedí ver su lugar de trabajo. Me acompañó hasta un espacio traslúcido construido junto a la casa y me llevó hasta su interior. Aún olía a lino y a barniz, el acrílico con el que pintaba estaba duro como el plástico, nada había sido movido de su sitio, tal como Tagamet lo dejó el día de su desaparición.

La pieza en la que trabajó los últimos meses era especial, me dijo su mujer: por primera vez se dedicaba a un solo cuadro; siempre pintaba varias telas al mismo tiempo, las relacionaba entre sí como si fueran hermanas, una dejaba parte de sí en la otra y, así, entre todas. Sin embargo, aquel cuadro le demandó una dedicación inhabitual, su gran tamaño, un políptico de más de cuatro metros, le permitía dedicarse por partes. No era la primera vez que abordaba piezas compuestas y de gran tamaño, pero si era la primera vez que abandonaba todo lo demás, incluyendo la exposición individual que tenía a las puertas, para centrarse sólo en una de ellas.

Le pedí a la sra. Tagamet que me dejase solo. Quería sentir en silencio, esperar hasta encontrar no se qué. Miré alrededor del cuadro, sobre la mesa de trabajo, ordenada como una mesa de quirófano, había varias mezclas de colores de gran viveza, tres azules diferentes, dos grises, blanco y algunos colores para dar fuerza tonal. Los botes de agua para disolver los acrílicos estaban empantanados, aunque nada sucios. Las gafas estaban abiertas en el centro de la misma, colocadas con exquisito cuidado. En una esquina, un grupo de fotografías delataban la evolución de la pintura. Unas notas manuscritas, en tres papeles rotos y arrugados, como recogidos de cualquier parte y colocados de modo que pudieran verse todo lo escrito a la vez, contenían frases inconexas como

Espejo perifrástico
Nortvietnamés-nortvietnamesa
Membrana noseana cercana
Nostálgico nosológico
Reversibilidad del tientaparedes
Velis nolis son vellos

¿Acaso Tamaget divagaba y la locura le había llevado a desaparecer perdiéndose entre la muchedumbre de la gran ciudad?

Después dediqué tiempo al cuadro, quería oírlo. Partes solapadas que dejaban entrever otras amputadas. Un camino daba a otro y todos llevaban al mismo sitio. Ése era un modo particularmente reconocible de su trabajo en los últimos años, su proceso creativo le llevaba por recorridos que hacían ver muchos cuadros en uno, las fotografías de la mesa lo atestiguaban, la pieza había sufrido cambios increíblemente atractivos, todos daban un resultado magnífico.

Algo no cuajaba. Un campo dominante de color, una masa cromática verde sanitario, prevalecía en todo el campo de visión del cuadro. Me giré hasta la paleta de trabajo utilizada por Tagamet, tres azules diferentes, dos grises, blanco y algunos colores para dar fuerza tonal, pero ningún verde quirúrgico. ¿Dónde estaba el color físico? ¿Sería ésta una pista? Podría. Quisiera que fuese. Al menos era el primer hecho contradictorio que veía.

-Vamos, vamos. Está aquí.

Poseído por una confianza desmedida cogí un trapo que humedecí y restregué con todas mis fuerzas sobre una acotada composición verde que solapaba un campo lineal azul metálico, limpié con tanta violencia que casi rompo el lienzo en varios sitios, marcando ostensiblemente los contornos del bastidor de madera. Tardé mas de dos horas; imperfectamente, muy imperfectamente, desde luego, pude eliminar aquel color dominante. Allí estaba, era la pieza tal como se evidenciaba en una de las fotografías.

Ésta era la ruta que me llevaría hasta Tagamet. Los soterramientos del verde sanitario, una vez eliminados, permitían encontrar caminos que el artista había ido rechazando según su criterio, lógicamente, el único posible. Cada situación repudiada por el artista dejaba encontrar un sendero utilizado por él, así que era de este modo como le encontraría. La evolución de la pieza había ido absorbiendo a Tagamet y sus dobles, ya que él (o ellos) prevalecía en cada una de las composiciones que rechazaba hasta desaparecer con cada escena solapada. Cada frase inconexa que figuraba en aquellos papeles podría ser un posible título, que estaba seguro, aún sin comprender algunas palabras, hacían referencia al propio Tagamet.

Antes de sospechar la naturaleza de la respuesta caí extenuado en un sillón lleno de manchas de pintura. Estuve atontado, escuchando mi respiración, entrecortada por la emoción que sentía, sin dejar de mirar el nuevo cuadro que yo había construido.

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