TEXTO DE PACO PÉREZ VALENCIA, A Luis Gordillo
Verde Sanitario (o la metafísica del doble)
Cuando sonó el teléfono dormía desde hacía unas horas. El tiempo de saltar a la primera llamada para atenderlo había pasado hacía bastantes meses, quizás, desde mi último caso.
A la quinta o sexta llamada descolgué. Al otro lado preguntó una fina voz de mujer, a la que no me costó imaginar desesperada, si era P.
-Así es señora. ¿Qué quiere? Pregunté deseando abreviar y continuar con mi estado de levitación.
-Me llamo Tagamet, sra. Tagamet. Necesito que venga a verme cuanto antes.
Aquel apellido me resultaba muy familiar. No hace mucho había leído algo en alguna parte, pero ya me importaban las cosas ajenas muy poco, ni tan siquiera las mías.
Por qué acepté ir no lo sé ni yo, estas cosas pasan, asustado y sin ganas de saber del mundo, un día cojo un traje, la camisa que más me gusta y salgo a la calle. Acordamos un encuentro en su domicilio, a las afueras de la ciudad. Me costó llegar. Ella me esperaba fuera de la casa, una edificación limpia de formas, muy racionalista. Desde cierta distancia la imaginé atractiva, al acercarme ví sus ojos tropicales de fondo marino, del mismo color de su pelo. Me invitó a pasar después de presentarse.
El interior albergaba un ambiente confortable, lleno de libros y de estanterías con los objetos más variados. Mientras ella entró en la cocina para preparar un café dediqué mi tiempo a analizar cuanto había en aquellas repisas. Con un minucioso orden jerárquico, se apilaban pequeñas cajitas de colores como las que usan las niñas de cuatro o cinco años para guardar sus tesoros, las de color rosa fuerte separaban disciplinariamente a las de verde limón y las naranja-turquesa, junto a éstas, peines y cepillos con formas extraordinariamente ergonómicas, horteras portarretratos que, en aquel momento, me parecieron interesantes, una vaquita lechosa, descolorida, con muchos años encima, decenas de cosas sin uso definido, feas hasta hacer cierta gracia.
La sra. Tagamet entró con una bandeja con dos tazas de café y algunas galletas de mantequilla.
-Mi marido colecciona cosas. Las recupera de su limitada función y las magnifica por su condenado fetichismo. Ahora me gustan también a mí.
Mientras tomábamos el café me enseñó una foto de su marido, entrenando en un ring. Veía a un boxeador maduro que aún conservaba una extraordinaria percha. Admiré su mentón y quise imaginarme cuantos golpes podría haber recibido durante toda su vida. Su rostro me era muy cercano, quizá por el parecido con mi abuelo paterno, que era enorme, no sólo por el poco pelo cano, también por su seriedad, incluso por la misma anchura del pecho, igual de velludo. Pero esa familiaridad se debía a algo más.
-Esta foto se la hicieron hace algo más de dos meses, es un precioso reportaje que le hizo su galería vestido de boxeador, en un gimnasio de Chamberí, durante la promoción de su última exposición en la ciudad. Mi marido es pintor, un artista importante y un buen compañero. Ha desaparecido. El motivo por el que le he pedido que venga es porque quiero que le encuentre, él...
No pudo acabar lo que iba a decirme, se echó a llorar tratando de disimularlo. Estas palabras iluminaron mis recuerdos, instantáneamente me acordé de los titulares hace unos dos meses, en los que un artista muy relevante había desaparecido sin dejar el menor rastro el día de la inauguración de su exposición individual. Verlo en la fotografía, en el ring, sin sus características gafas me despistó un poco.
Mi relativo interés por aquella noticia se debió no tanto por mi labor profesional como detective privado, de la que me sentía en esos momentos muy despreocupado, sino por mi relación, tan antigua como extraña, con el arte moderno; sin saber porqué me seducían ciertas obras incomprensibles desde hacía unos años, que seguía en algunas galerías de arte o espacios institucionales (la oferta en esta ciudad, sin ser nada del otro mundo, me permitía algún que otro encuentro fortuito e interesante), eran obras que necesitaba para sentirme vivo, para no oler a rancio.
Había visto sus piezas muchas veces, conocía la evolución de un trabajo elitistamente personal, indescifrable, lo que significaba un juego intelectual para mí, un reto imposible para muchos, un diálogo en el que me veía capaz en la intimidad. Individualmente sus cuadros me parecían pesados y carentes de pasión, sin embargo un recorrido por su conjunto me ofrecía un discurso completamente diferente, por el contrario, podía enlazar cada pieza como si de un gigantesco puzzle se tratara, en el que cada una de ellas servía de comodín, pudiéndose intercalar entre otras, permitiendo tantas lecturas como combinaciones. Me creía en la extraña potestad de ser el único poseedor de la llave para su disfrute.
La sra. Tagamet, expresó su desesperanza, dos meses de búsqueda no habían dejado una sola pista. La policía estaba aturdida, ninguna señal, ninguna llamada pidiendo un rescate, ningún indicio de ausencia voluntaria. Todo estaba como el primer día de su falta, el cuadro en el que trabajaba y que decidió no llevar a la exposición, los tarros de acrílicos abiertos y las gafas sobre la mesa. Un conocido le habló de mí, de cómo se solucionó el caso de el primer hombre, el último en el que trabajé y por ello me llamó.
Hasta aquel caso no tenía mala reputación en el oficio. Verdaderamente fue mi momento de mayor gloria. El País dedicó páginas durante días a las peticiones públicas de un hijo enloquecido por la ausencia de su padre, todo el mundo estaba conmovido. Me involucré dedicándome a ello exclusivamente y lo resolví. Una periodista dedicó una columna sólo para alabar la línea de investigación que llevé, ajeno a todas las demás. En aquel caso tuve que encontrar al padre de un entusiasta y popular escritor; lo hallé donde nadie había buscado, impregnado en cada una de las páginas de un libro autobiográfico del afamado hijo. Escribir sobre él mismo hizo resucitar a un padre que murió cuando contaba uno o dos años de edad. Su vida era la de un padre que ansió siempre.
Pero fue allí cuando perdí mi gentileza y mi ilusión. Hasta entonces me ganaba bien la vida, con casos de cuernos o de impagos, trabajos nada heroicos, pero rentables. Sin embargo, en aquella búsqueda también hallé algo para lo que no estaba preparado, descubrí que yo también había vivido una vida que no me correspondía, que aquella biografía era la mía, la de un padre que perdí también joven dejándome un vacío que no sentí hasta, realmente, esta investigación que casi me cuesta el juicio, encontrarlo supuso un extraño y permanente trauma para mí. Desde entonces me encerré en mi mismo, abandoné todo vestigio que me acompañase en la anterior vida. Me convertí en la sombra de un cuerpo, en algo que no conocía, ni me importaba.
Miré a la sra. Tagamet y le pedí que no se preocupara, aceptaría a trabajar para ella. Recavé los datos que consideré oportunos en ese momento. Le pedí una fotografía en la estaba a punto de lanzar un gancho de izquierda, con las piernas bien asentadas en el cuadrilátero, mirando al objetivo con violenta parsimonia, como si la instantánea fuera un montaje.
Ella aceptó mis honorarios. Le dije que en una semana volvería a visitarla y a informarle de mis pesquisas.
En el coche, de vuelta, me rondaba por la cabeza un asunto, aceptar este caso era un absurdo, así que su solución sólo podía venir desde la incongruencia de lo absurdo. Tagamet era un erudito, serio de trato, pero excelente conversador, preguntar entre otros artistas con los que mantuviera algún roce me daría una dimensión bastante detallada de su perfil creativo y humano. Verdaderamente quería averiguar cómo era la persona, no tanto el artista, si es que alguna vez estas dos facetas estaban desligadas. Me dirigí esa misma tarde a la galería de arte en la que trabajaba como pintor abanderado.
La galería era uno de los mejores espacios de la ciudad, su propietaria, una marchante búlgara, no pisaba casi nunca esta ciudad, prefería dirigirla desde la otra sala, en Nueva York, salvo cuando Tagamet exponía. Antes de dirigirme a la chica sentada junto al mostrador, recorrí el espacio, viendo la muestra que entonces se exhibía, una sucesión de grandes lienzos llenos de telas encoladas y pintadas, con tratamientos tan aparentemente embrutecidos que resultaban grotescamente artificiales, por supuesto, muy malos. Pregunté a la chica si estaba la directora, quería preguntarle por Tagamet y pensé que podría tener suerte encontrándomela allí. No, no estaba; me dijo que desde la desaparición de Tagamet estuvo un tiempo participando en las investigaciones, cansada, como la policía, regresó a los Estados Unidos una vez clausurada la exposición. No obstante, la eficiente señorita me dio una espléndida lista de artistas con una cercana relación a Tagamet.
Uno a uno los fui visitando. Una cosa saqué en claro, la creación artística es uno de los oficios menos corporativistas del mundo. Tras la instantánea condolencia de su ausencia, no hubo ninguno que valorase con sinceridad no sólo el trabajo de Tagamet, sino el de todos los demás artistas. Jamás vi destrozar sentimientos a tal velocidad, cada artista a su modo, desventraba cualquier indicio de calidad o coherencia en la obra de otro compañero (-¿compañero?-). Si hubiera sido un crimen y el cuerpo obrase en el depósito de cadáveres, cualquiera de los que entrevisté podría haber tenido evidentes motivos, siempre ínfimos y egoístas, para ser sospechosos.
Aún sabiendo de la dificultad del caso, sin avance desde hacía más de dos meses, pensé, soberbio de mí, que mis indagaciones me darían algún cabo con el que atar alguna conclusión. Solamente tenía una: no tenía nada. Lo que más me jorobaba era acudir a la cita con la sra. Tagamet, sin algo que mostrar, un leve argumento, una hipótesis aunque fuera desdibujada, algo. Pero nada.
Aquel día, una semana después de encargarme la búsqueda, tras exponerle el sentido de mis pesquisas, le pedí ver su lugar de trabajo. Me acompañó hasta un espacio traslúcido construido junto a la casa y me llevó hasta su interior. Aún olía a lino y a barniz, el acrílico con el que pintaba estaba duro como el plástico, nada había sido movido de su sitio, tal como Tagamet lo dejó el día de su desaparición.
La pieza en la que trabajó los últimos meses era especial, me dijo su mujer: por primera vez se dedicaba a un solo cuadro; siempre pintaba varias telas al mismo tiempo, las relacionaba entre sí como si fueran hermanas, una dejaba parte de sí en la otra y, así, entre todas. Sin embargo, aquel cuadro le demandó una dedicación inhabitual, su gran tamaño, un políptico de más de cuatro metros, le permitía dedicarse por partes. No era la primera vez que abordaba piezas compuestas y de gran tamaño, pero si era la primera vez que abandonaba todo lo demás, incluyendo la exposición individual que tenía a las puertas, para centrarse sólo en una de ellas.
Le pedí a la sra. Tagamet que me dejase solo. Quería sentir en silencio, esperar hasta encontrar no se qué. Miré alrededor del cuadro, sobre la mesa de trabajo, ordenada como una mesa de quirófano, había varias mezclas de colores de gran viveza, tres azules diferentes, dos grises, blanco y algunos colores para dar fuerza tonal. Los botes de agua para disolver los acrílicos estaban empantanados, aunque nada sucios. Las gafas estaban abiertas en el centro de la misma, colocadas con exquisito cuidado. En una esquina, un grupo de fotografías delataban la evolución de la pintura. Unas notas manuscritas, en tres papeles rotos y arrugados, como recogidos de cualquier parte y colocados de modo que pudieran verse todo lo escrito a la vez, contenían frases inconexas como
Espejo perifrástico
Nortvietnamés-nortvietnamesa
Membrana noseana cercana
Nostálgico nosológico
Reversibilidad del tientaparedes
Velis nolis son vellos
¿Acaso Tamaget divagaba y la locura le había llevado a desaparecer perdiéndose entre la muchedumbre de la gran ciudad?
Después dediqué tiempo al cuadro, quería oírlo. Partes solapadas que dejaban entrever otras amputadas. Un camino daba a otro y todos llevaban al mismo sitio. Ése era un modo particularmente reconocible de su trabajo en los últimos años, su proceso creativo le llevaba por recorridos que hacían ver muchos cuadros en uno, las fotografías de la mesa lo atestiguaban, la pieza había sufrido cambios increíblemente atractivos, todos daban un resultado magnífico.
Algo no cuajaba. Un campo dominante de color, una masa cromática verde sanitario, prevalecía en todo el campo de visión del cuadro. Me giré hasta la paleta de trabajo utilizada por Tagamet, tres azules diferentes, dos grises, blanco y algunos colores para dar fuerza tonal, pero ningún verde quirúrgico. ¿Dónde estaba el color físico? ¿Sería ésta una pista? Podría. Quisiera que fuese. Al menos era el primer hecho contradictorio que veía.
-Vamos, vamos. Está aquí.
Poseído por una confianza desmedida cogí un trapo que humedecí y restregué con todas mis fuerzas sobre una acotada composición verde que solapaba un campo lineal azul metálico, limpié con tanta violencia que casi rompo el lienzo en varios sitios, marcando ostensiblemente los contornos del bastidor de madera. Tardé mas de dos horas; imperfectamente, muy imperfectamente, desde luego, pude eliminar aquel color dominante. Allí estaba, era la pieza tal como se evidenciaba en una de las fotografías.
Ésta era la ruta que me llevaría hasta Tagamet. Los soterramientos del verde sanitario, una vez eliminados, permitían encontrar caminos que el artista había ido rechazando según su criterio, lógicamente, el único posible. Cada situación repudiada por el artista dejaba encontrar un sendero utilizado por él, así que era de este modo como le encontraría. La evolución de la pieza había ido absorbiendo a Tagamet y sus dobles, ya que él (o ellos) prevalecía en cada una de las composiciones que rechazaba hasta desaparecer con cada escena solapada. Cada frase inconexa que figuraba en aquellos papeles podría ser un posible título, que estaba seguro, aún sin comprender algunas palabras, hacían referencia al propio Tagamet.
Antes de sospechar la naturaleza de la respuesta caí extenuado en un sillón lleno de manchas de pintura. Estuve atontado, escuchando mi respiración, entrecortada por la emoción que sentía, sin dejar de mirar el nuevo cuadro que yo había construido.
TEXTO DE PACO PÉREZ VALENCIA. A Guillermo Vázquez Consuegra
Ésta es una historia real, absolutamente fiel a lo acontecido. Los hechos, no por confusos, deben exponerse tal como son y, si en algún momento, la tentación de transgredir la más estricta objetividad me llevara a una recreación ilusoria debes perdonarme, porque ya no se cómo es la realidad. Ésta es una historia de confusión y de excesos.
Primero fue una ciudad. No recuerdo donde ni cuando oí hablar de ella. Cómo llegué hasta allí no podría decirlo, quizá una larga noche de neblina o de borrachera, lo mismo es, y aunque estuve allí, no tengo orgullo por ello, porque nunca habrá regreso.
Mi primera visión fue soñada, una intuición me dibujó sus extrañas formas en la distancia. Se trataba de una gran ciudad, no me cabía la menor duda, era imposible de abarcar con una simple mirada; extraña y cercana, rara sensación de confianza, imposible de compararla a alguna otra urbe en sus perfiles, nunca había visto nada igual, cualquier ciudad podía estar en la que tenía ante mí, todas en una y ninguna al mismo tiempo, a veces sosegadamente plana, otras, fragmentada por salientes y elevaciones extraordinarias. Una arcana sensación se apoderaba de mí cada paso que me acercaba a ella. Las formas en que las sombras se hacían cuerpo articulaban unas construcciones difíciles de imaginar, los vacíos y la horizontalidad parecían evidentes, pero nada era preciso.
Acercarme a ella duró mucho tiempo, hasta que un día, después de varios infructuosos intentos, me encontré en su interior. Sin saber cómo estaba dentro de un enorme vientre.
No había nadie, no reparé en ello, por extraño que parezca, hasta pasados unos días –o quizás fueron meses, ya no estoy seguro de nada-, cuando tanto silencio se hizo insoportable, cuando caí en una descoordinación completa. Una gran ciudad son sus gentes, me dije, pero dónde estaban todos (los paseantes, los policías, las palomas y los perros), sólo había evidentes construcciones inexistentes, masas de sombras cuyo origen espacial era invisible.
Al comienzo de mi llegada, mientras sólo me hacía preguntas como por qué había llegado hasta allí, qué poderosa fuerza o razón, o capricho del destino, me había llevado hasta no sé donde, intenté actuar con la normalidad del viajero que se siente seducido por el encuentro de lo desconocido, alternaba recorridos viendo como nunca repetía por un mismo sitio, incluso si regresaba sobre mis propios pasos todo cambiaba completamente; si pasaba entre dos enormes masas oscuras que recordaban dos torres colosales, al mirar hacia atrás veía una sombra plana, con sinuosas curvaturas en su parte superior, de las torres nada; si caminaba sorteando pequeños volúmenes ficticios estos se convertían al volver a mirarlos en lánguidos vacíos en la penumbra. Nada volvía a ser lo mismo. Nunca llegué hasta los límites de aquel lugar, por lo que me resultó evidente que allí me quedaría toda la vida.
Al principio, pensar en vivir perdurablemente esta nueva vida me preocupó un poco, yo era un tipo feliz, que vivía con la más desesperante normalidad, conocía a mucha gente, aunque sólo fuera superficialmente, me gustaba mi trabajo, mirar el río desde el muelle pesquero con el agua espesa y negra por el diesel de los motores y disfrutaba tomándome cada noche un gin-tonic en un bar de viejos del barrio alto. Ahora nada me era vital, mi espíritu era dueño de sus nostalgias y mi cuerpo dominaba toda situación de debilidad orgánica, por raro que parezca, ni siquiera la necesidad del comer, como si fuera volátil o gaseoso.
Si ésta terminaba por convertirse en la realidad, mi realidad, me preguntaba cómo había sido mi pasado. Sin lugar a dudas tuve un pasado de recuerdos luminosos; aunque guardo en la memoria escenas con sombras, como algo pegado a otra cosa, nunca autónomo, salvo cuando jugábamos a pisar la de alguien, resultando siempre esquiva a nuestros inocentes intentos. Mis sueños siempre eran en colores, como si de una película de cine americano se tratara, con un ritmo bastante adecuado como para vivirla con una doméstica naturalidad. Ahora, sin embargo, sólo me rodeaban extrañas sensaciones, imposibles de definir, porque solamente eran eso, percepciones, nada tangible, nada que pudiera rozar con mis dedos, que pudiera sentir como pétreo, o simplemente físico. Durante mucho tiempo vagué entre las sombras, recorría las avenidas y calles, a veces rodeaba cada masa de oscuridad para nunca volver al mismo sitio, era adulador vivir el encuentro permanentemente, pero un día terminé cansándome, ahí empezó el final.
Cada vez más inestable, me obsesioné con recrear el origen de la ciudad, en pensar cómo eran sus edificaciones reales –si en algún momento hubo otra realidad- y encontrar de este modo una respuesta al mundo al que ahora pertenecía. La tipología de la arquitectura la imaginaba extremadamente adaptada al paisaje, porque las sombras que acompañaban a mi nueva situación mantenían una única conducta con el entorno: eran el mismo entorno. Imaginaba un territorio transformado por una arquitectura que pertenecía al mismo, que se confundía con la memoria del lugar hasta convertirse en significado. Emergían limpias estructuras transparentes desde prolongados basamentos, igualmente, imaginaba quebrados recorridos en su planta, imperceptibles a la mirada, sólo visibles desde el cielo. -Por cierto... ¿Cómo sería este amasijo de sombras desde arriba? ¿Hasta donde llegarían sus lindes?-. Conseguir esta perspectiva podría ser la respuesta a mis (cada vez más) inestables pensamientos.
Las diferentes alturas que pensaba, podían albergar el tránsito de los ciudadanos que la disfrutaron un día, le confería a la ciudad soñada, un aire elegantemente permeable a los cambios y mutaciones, permanentemente transgredido y, al mismo tiempo, sin perder por ello su perfil definitivo.
Curvas imposibles, muchas líneas invisibles rectas o interrumpidas abruptamente, vidrio y hormigón, formaban parte de su configuración, aunque esto era sólo producto de mi imaginación, igual podrían ser maquetas de un arquitecto enfrentado al despropósito de la competición, un artista que sólo buscara su propio reconocimiento en las sombras de su interior. Geometría y orden, que ahora eran una estructura de oscuras proyecciones, tan diversas que podrían tratarse del propio infierno si no fuera por lo benigno de sus formas, presencias anónimas, abstractas y sutilmente envolventes.
Con los días los recorridos se fueron fragmentando, sin ningún orden ni sentido. Ya no programaba, como al principio, partir hacia el este, al encuentro de un sol que no existía, para intentar volver al punto de partida, tratando de ordenar así mi vida; nunca había regreso, ya que incluso los movimientos limitados en torno a una misma zona me mostraban un paisaje denostadamente cambiante.
Un día igual a cualquier otro de los que pasé en aquella ciudad sin nombre -que resultó ser un vientre fingido-, dejé de esquivar las masas oscuras y, sin pensarlo, penetré en una de ellas. Como en un profundo subterráneo, noté cierta humedad en la piel, posiblemente una ilusión, pero acaso no vivía en una permanente ilusión. Todo era blanco, tal como siempre había imaginado a la muerte, las sombras no eran negras por dentro, eran del color del traje de aquel italiano en el café Coluzzi ¿Recuerdas? Blanco roto desventurado.
No volví a salir de las sombras, un túnel me condujo a otro, y a otro, y después una empinada chimenea. Ahora todo me es confuso, mi memoria fue tan ingrata que me abandonó en alguno de aquellos vacíos.
No ofrecí ninguna resistencia, no tenía necesidad de evacuar el lugar, simplemente ya no existía el sitio al que llegué. Orden y caos se confundían hasta la extenuación, aceleré mi ritmo sin saber porqué, me dejé llevar; nunca hasta aquél día había tenido la sensación de prisa, el tiempo me abandonó hace mucho. ¿Desde cuando estaba allí? Aquellos años no sirvieron para nada, salvo para almacenar presagios que nunca se cumplieron.
Volver no me resultó fácil, los caminos dejaron de existir, las líneas de ferrocarril se cruzaban como las trenzas de una niña rubia, los sauces se retorcían hasta sus raíces y los ríos dejaban ver el asfalto de sus fondos. Me limité a vagar.
Cuando llegué nadie reparó en mí. Mi casa no existía, su lugar y el de otras casas vecinas lo ocupaba ahora un horrible centro comercial de paredes y colores efímeros. La calle estrecha en la que se ubicaban era un destartalado aparcamiento en forma de octógono.
Me instalé durante un tiempo en el hostal Neutral, un establecimiento lleno de banderas y gris como el susurro. Allí escribí esto, para ti. Si tú llegabas a leerlo encontraría la única salvación, acabaría encontrándome a mí mismo. Sorprendentemente no me sentía viejo, ni pesado, deje de sentir el dolor y, me temo, el amor.
Esperándote en la habitación, me había convertido en una sombra deforme y silenciosa.
TEXTO DE PACO PÉREZ VALENCIA, a Platón en el mito de la caverna
Platón se equivocó o nos engañó. La realidad que conocieron aquellos hombres que dejaron la caverna después de tantos años encerrados en ella, contemplando sombras deformes y escuchando sonidos imprecisos, era la mismísima realidad. Dijo que al ser liberados vieron la verdad (vieron la luz) y comprendieron lo equivocados que habían estado creyendo que el mundo que les rodeaba era así en toda su dimensión.
Realmente es que era así. Lo sé porque yo salí de aquella gruta.
Inmediatamente después de la liberación, uno de mis compañeros de cautiverio cayó fulminado por la potente luz cegadora que había en el exterior. Una luz que resultó ser tan falsa como la vida que se nos vendía, el paraíso artificial. El periodo de adaptación fue tan doloroso para los demás como Platón cuenta escuetamente en su séptimo libro de La República, ésa es la única verdad en toda esta historia.
Así que la vida resultó ser tal como habíamos contemplado en las paredes de la cueva, un mundo de sombras deformado y erróneo. Durante todo momento formamos parte de un experimento que la oligarquía de nuestro país consideró vital para crear una ilusión, una nueva vida, completamente diferente a la verdadera. El pulso con los dioses rayó en lo absurdo, teníamos que legar una vida imaginaria a imagen de lo soñado y el sueño se convirtió en una pesadilla.
Por eso los liberados somos molestos, porque podemos contar la verdad.
Durante el primer año fuimos héroes para el pueblo. Se contó que la luz había hecho posible la nueva vida, la verdadera vida. Nosotros éramos el ejemplo de ello. Durante nuestra existencia todos crecimos cegados a un poder con una fuerza espiritual arrolladora y ahora, repentinamente, nos convertíamos y abrazábamos la belleza del egoísmo, desechando lo grotesco y lo extraordinario.
Sin embargo, mi nueva situación me era completamente desagradable, sin más memoria que la desarrollada en el interior de las tinieblas durante toda mi vida, no podía evitar interpretar lo que veía ahora como un engaño permanente que me desorientaba. Pronto noté que la admiración que recibí al principio se invertía a la misma velocidad de la que me apartaba del mundo que había ayudado indirectamente –y no por ello soy menos culpable- a edificar.
Cansado, extraño y decepcionado me abandoné al mundo de las sombras.
Busqué mi realidad umbría, maldita y repudiada. Empecé con mi propio ser, conseguí deformar mi cuerpo aún más que las imágenes que retenía en mis recuerdos de la cueva, que seguían siendo mucho más reales que lo que me rodeaba.
No esperé a planificar nada, la intención de intervenir mi cuerpo, al que no sentía como propio, fue lo suficientemente poderosa que me entregué a ello con una febril ansiedad. Así, agregué a mi cuello una masa carnosa de res que adherí a mi piel como si de la misma se tratara con grasas y vísceras; con el tiempo, su fermentación ayudó a corromper cuello, barbilla y parte de la espalda. Llegué a sentirme cómodo a pesar de las asquerosas pústulas. En una de las piernas me hundí dos varillas metálicas que se ondulaban hacia arriba por la parte que quedaba fuera y terminaron oxidándose, lo que fue verdaderamente molesto en la zona en la que pinché la piel, aunque no más doloroso que andar con ellas, lo que me obligaba a arrastrar la pierna con notoria estridencia. Uno de los brazos lo cosí al torso, los huecos entre las costillas terminaron por absorber la masa muscular del mismo, hasta dibujar un perfil absolutamente deforme. Por último, utilicé elementos endurecidos por la fragua que acabaron por convertirme en un estrepitoso amasijo de formas, pelos y movimientos.
Nunca desfallecí, al contrario, me encontraba bastante satisfecho, especialmente, desde que acompañé a aquel cuerpo de una voz apropiada, un timbre a veces agudo hasta el desvanecimiento otras obtuso como el cantar de los asnos, lo que me costó tiempo y esfuerzo, quitándome los dientes frontales para afear mi dicción o comiendo cantidades ingentes de la maleza que afloraba en el patio interior de mi casa para estropear así los sonidos aterciopelados producidos por el aire expelido de mis pulmones.
Me sentía otro dios, dueño de mi trasformación y, por tanto, de mi camino.
Mi espacio sufrió el mismo cambio. Teñí de carbón seco y polvo de óxido todos los paramentos, verticales u horizontales, el ambiente se oscureció pesadamente al evitar cualquier resquicio de luz, salvo desde un preciso punto para crear una pantalla en la que contemplar la realidad que ahora escenificaba con fe, y vacié completamente su contenido.
Durante meses, siete u ocho, me limité a esperar, no me sentía listo para valorar súbitamente tanto esfuerzo. Al principio se mezclaban nuevos y viejos recuerdos, pero pronto la oscuridad fue invadiendo cada rincón de mi ser, cada grieta de mi piel. Tanta quietud me paralizó casi al completo, de modo que los pocos movimientos eran una mezcla de espasmos y convulsiones. Como los sonidos desde el exterior no enmudecieron, empecé a emitir un repertorio variado de sonidos, inventé muchos, un nuevo lenguaje tan puro como la mierda, para un mundo que no me lo agradecería, tanta estridencia se impuso en la escenificación creando una exquisita armonía de confusión.
Primero me reafirmé en el nuevo hombre que era, conseguí alimentarme de la nada, cuando superé las primeras diarreas equilibré cuerpo y espíritu. Transcurridos estos meses de iniciación, decidí culminar mi obra.
Con temor a haberme equivocado dispuse de partes de mi cuerpo al principio, sin mostrarme por completo, interponiéndome ante el pequeño haz de luz. Las sombras que proyectaba eran sutiles abstracciones. Disfrutaba imaginándome un origen que, aunque yo había creado, no conocía visualmente salvo por algunas parcelas del mismo. Poco a poco fui aumentando la presencia hasta encontrarme entero. Vagamente, creía ver desde pensamientos obscenos, nubes de humo, olas de mar o hasta huellas de carromatos que se perdían en un infinito figurado. Sombras que vibraban al menor movimiento, oscuras hasta la negritud o traslúcidas como las gotas de lluvia cayendo desde el cielo, exquisitas combinaciones que tardé varios años en observar y recrearme en ellas. Todo en mí me resultaba fascinante.
Yo ya no pertenecía al cuerpo con el que nací, que después vivió en la oscuridad, salió a la puta luz y volvió a las tinieblas para quedarse. Ahora pertenecía a la vida. Así que no me hables de realidad.
Las sombras vivimos eternamente. En este limbo de pulcritud he contemplado grandes y elegantísimas sombras, en todo momento las brumas vacilantes reconfortaron mi experimentación y me brindaron formas confusas y desconocidas, elevando la realidad hasta lo sublime.
Un día mi pensamiento lo contó por su pluma un escritor americano llamado Auster: Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo.
La realidad umbría
La realidad umbría
Platón se equivocó o nos engañó. La realidad que conocieron aquellos hombres que dejaron la caverna después de tantos años encerrados en ella, contemplando sombras deformes y escuchando sonidos imprecisos, era la mismísima realidad. Dijo que al ser liberados vieron la verdad (vieron la luz) y comprendieron lo equivocados que habían estado creyendo que el mundo que les rodeaba era así en toda su dimensión.
Realmente es que era así. Lo sé porque yo salí de aquella gruta.
Inmediatamente después de la liberación, uno de mis compañeros de cautiverio cayó fulminado por la potente luz cegadora que había en el exterior. Una luz que resultó ser tan falsa como la vida que se nos vendía, el paraíso artificial. El periodo de adaptación fue tan doloroso para los demás como Platón cuenta escuetamente en su séptimo libro de La República, ésa es la única verdad en toda esta historia.
Así que la vida resultó ser tal como habíamos contemplado en las paredes de la cueva, un mundo de sombras deformado y erróneo. Durante todo momento formamos parte de un experimento que la oligarquía de nuestro país consideró vital para crear una ilusión, una nueva vida, completamente diferente a la verdadera. El pulso con los dioses rayó en lo absurdo, teníamos que legar una vida imaginaria a imagen de lo soñado y el sueño se convirtió en una pesadilla.
Por eso los liberados somos molestos, porque podemos contar la verdad.
Durante el primer año fuimos héroes para el pueblo. Se contó que la luz había hecho posible la nueva vida, la verdadera vida. Nosotros éramos el ejemplo de ello. Durante nuestra existencia todos crecimos cegados a un poder con una fuerza espiritual arrolladora y ahora, repentinamente, nos convertíamos y abrazábamos la belleza del egoísmo, desechando lo grotesco y lo extraordinario.
Sin embargo, mi nueva situación me era completamente desagradable, sin más memoria que la desarrollada en el interior de las tinieblas durante toda mi vida, no podía evitar interpretar lo que veía ahora como un engaño permanente que me desorientaba. Pronto noté que la admiración que recibí al principio se invertía a la misma velocidad de la que me apartaba del mundo que había ayudado indirectamente –y no por ello soy menos culpable- a edificar.
Cansado, extraño y decepcionado me abandoné al mundo de las sombras.
Busqué mi realidad umbría, maldita y repudiada. Empecé con mi propio ser, conseguí deformar mi cuerpo aún más que las imágenes que retenía en mis recuerdos de la cueva, que seguían siendo mucho más reales que lo que me rodeaba.
No esperé a planificar nada, la intención de intervenir mi cuerpo, al que no sentía como propio, fue lo suficientemente poderosa que me entregué a ello con una febril ansiedad. Así, agregué a mi cuello una masa carnosa de res que adherí a mi piel como si de la misma se tratara con grasas y vísceras; con el tiempo, su fermentación ayudó a corromper cuello, barbilla y parte de la espalda. Llegué a sentirme cómodo a pesar de las asquerosas pústulas. En una de las piernas me hundí dos varillas metálicas que se ondulaban hacia arriba por la parte que quedaba fuera y terminaron oxidándose, lo que fue verdaderamente molesto en la zona en la que pinché la piel, aunque no más doloroso que andar con ellas, lo que me obligaba a arrastrar la pierna con notoria estridencia. Uno de los brazos lo cosí al torso, los huecos entre las costillas terminaron por absorber la masa muscular del mismo, hasta dibujar un perfil absolutamente deforme. Por último, utilicé elementos endurecidos por la fragua que acabaron por convertirme en un estrepitoso amasijo de formas, pelos y movimientos.
Nunca desfallecí, al contrario, me encontraba bastante satisfecho, especialmente, desde que acompañé a aquel cuerpo de una voz apropiada, un timbre a veces agudo hasta el desvanecimiento otras obtuso como el cantar de los asnos, lo que me costó tiempo y esfuerzo, quitándome los dientes frontales para afear mi dicción o comiendo cantidades ingentes de la maleza que afloraba en el patio interior de mi casa para estropear así los sonidos aterciopelados producidos por el aire expelido de mis pulmones.
Me sentía otro dios, dueño de mi trasformación y, por tanto, de mi camino.
Mi espacio sufrió el mismo cambio. Teñí de carbón seco y polvo de óxido todos los paramentos, verticales u horizontales, el ambiente se oscureció pesadamente al evitar cualquier resquicio de luz, salvo desde un preciso punto para crear una pantalla en la que contemplar la realidad que ahora escenificaba con fe, y vacié completamente su contenido.
Durante meses, siete u ocho, me limité a esperar, no me sentía listo para valorar súbitamente tanto esfuerzo. Al principio se mezclaban nuevos y viejos recuerdos, pero pronto la oscuridad fue invadiendo cada rincón de mi ser, cada grieta de mi piel. Tanta quietud me paralizó casi al completo, de modo que los pocos movimientos eran una mezcla de espasmos y convulsiones. Como los sonidos desde el exterior no enmudecieron, empecé a emitir un repertorio variado de sonidos, inventé muchos, un nuevo lenguaje tan puro como la mierda, para un mundo que no me lo agradecería, tanta estridencia se impuso en la escenificación creando una exquisita armonía de confusión.
Primero me reafirmé en el nuevo hombre que era, conseguí alimentarme de la nada, cuando superé las primeras diarreas equilibré cuerpo y espíritu. Transcurridos estos meses de iniciación, decidí culminar mi obra.
Con temor a haberme equivocado dispuse de partes de mi cuerpo al principio, sin mostrarme por completo, interponiéndome ante el pequeño haz de luz. Las sombras que proyectaba eran sutiles abstracciones. Disfrutaba imaginándome un origen que, aunque yo había creado, no conocía visualmente salvo por algunas parcelas del mismo. Poco a poco fui aumentando la presencia hasta encontrarme entero. Vagamente, creía ver desde pensamientos obscenos, nubes de humo, olas de mar o hasta huellas de carromatos que se perdían en un infinito figurado. Sombras que vibraban al menor movimiento, oscuras hasta la negritud o traslúcidas como las gotas de lluvia cayendo desde el cielo, exquisitas combinaciones que tardé varios años en observar y recrearme en ellas. Todo en mí me resultaba fascinante.
Yo ya no pertenecía al cuerpo con el que nací, que después vivió en la oscuridad, salió a la puta luz y volvió a las tinieblas para quedarse. Ahora pertenecía a la vida. Así que no me hables de realidad.
Las sombras vivimos eternamente. En este limbo de pulcritud he contemplado grandes y elegantísimas sombras, en todo momento las brumas vacilantes reconfortaron mi experimentación y me brindaron formas confusas y desconocidas, elevando la realidad hasta lo sublime.
Un día mi pensamiento lo contó por su pluma un escritor americano llamado Auster: Sólo la oscuridad tiene la fuerza necesaria para hacer que un hombre le abra su corazón al mundo.
Teatro Negro
Escenificar un proyecto, construir desde la nada, desde los vacíos o la abundancia de la oscuridad.
OBJETIVOS
Escenificación de un cuento sobre las sombras, con los medios que permiten los modos de actuación del teatro negro, es decir, lo que el espectador divise ha de ser manipulado y escenificado en una caja negra sin que se vean los mecanismos de acción. Igualmente, el uso de sonidos, coreografías y otros elementos de comunicación sensitiva podrán ser utilizados para el enriquecimiento de la acción.
La principal finalidad de este ejercicio estriba en teatralizar un proyecto, contar una historia, producir un sistema de actuación y ofrecer sentimientos con calidad escénica. De este modo, se valora toda acción dentro del ámbito expositivo, desde los sentimientos y la ilusión por cambiar todo lo que la realidad condiciona.
Se han seleccionado 3 cuentos sobre sombras, uno para cada grupo, que sirven de punto de partida. La narratividad lineal al cuento o su absoluta abstracción debe ser decidida por cada grupo con argumentos concretos.
PRESENTACIÓN
Los proyectos se formulan por equipos de 4 alumnos, de modo que se puedan ofrecer elementos de actuación elaborados. Las acciones, performances, interpretaciones o desarrollo de los proyectos se formularán en el aula de trabajo, en tiempos no superior de 20 minutos a partir de las 16 horas; posteriormente se evaluará en un debate abierto. Previamente, se emplazará a los alumnos a la puesta en escena y ensayos durante la mañana. Deberán presentar un guión previo.
Los contenidos para el desarrollo del ejercicio serán entregados 3 semanas antes de su presentación (9 de marzo).
El Vientre Fingido: Rafa; Belleda; Araceli e Ismael.
La Realidad Umbría: Gema; Charo; Mamen y Miguel.
Verde Sanitario (o la Metafísica del Doble): Raúl; Esther; José Manuel y Manuel Antonio.
La Realidad Umbría: Alba; Clara: Juan y Lucía.